Recuerdo con cariño mis días de maestro de inglés en la prepa, el semestre cuando convencí a la directora que me dejara enseñar sin libro alguno. Los lunes les decía a los alumnos “abran sus libros a la página 73.” Ellos me contestaban “pero James, ¡no tenemos libros!” Luego entonces yo les respondía: “Correcto, ¡ustedes son el libro!” En aquel mismo grupo no hubo un examen final, sino una actuación basada en un episodio de la serie “Friends.”
¿Qué significaría llegar a ser una obra, ser Arráncame la vida (Ángeles Mastretta), Madame Bovary (Flaubert), “Swan Lake” (Tchaikovsky), “The Starry Night” (Van Gogh), “El Secreto de sus Ojos” (película argentina-española) o El origen de las especies (Darwin)? La experiencia de volverse una obra sería segura, orgánica e inolvidable; extraordinariamente la obra (libro, canción, película, pintura) habría desaparecido, y el “examen final” no sería una regurgitación, sino una conversación interesante con otra persona que ha autodegustado la misma obra. “Esperamos que puedas comenzar a apreciar como la ‘autodegustación simbólica,’ no importando que sea lenta y humildemente, te apertura para los futuros ritmos de la educación” (capítulo 30 “Cine,” Introducción al Pensamiento Crítico).
“La conversación que somos” (F. Hölderin) es inmensa, tal vez infinita. Convertirnos poco a poco en esa conversación, este microcosmos que somos en potencia, es andar por un camino ancho y estrecho. El camino es ancho porque la conversación que somos es inmensa; el camino es estrecho porque es difícil, requiere un desplazamiento, tal vez una neurosis opcional (C. Jung) si las instituciones educativas, religiosas y socio-políticas realmente no están impulsándonos a crecer “en sabiduría, en edad y en gracia,” no están promoviendo el llegar a ser una obra.
Al final de la película “Fahrenheit 451,” los rebeldes, es decir los que no están de acuerdo con la práctica de quemar libros para mantener el bien de orden, viven aislados en un bosque, dónde cada persona se dedica a memorizar una obra. En la novela Un Mundo Feliz (A. Huxley), se preserva el bien de orden por medio de la droga soma, por medio de la producción y consumo de la diversión y por medio de intervenciones tecnológicas que hacen los ciudadanos tan “felices” que ellos se olvidan de la libertad.
De vez en cuando digo a mis queridos alumnos que estamos en medio de una revolución discreta. No nos preocupamos que bomberos lleguen a la casa para quemar nuestros libros, pero existen suficientes drogas, suficiente producción y consumo de la diversión insensata y ligera y suficiente tecnología para ahogar nuestro deseo de volvernos en una obra, que es el mismo deseo de convertirnos en la conversación que somos.
“Correcto, ¡ustedes son el libro!”